Anamnesis: palabra y memoria.
La palabra germina en la matriz de la memoria, y es gracias a la palabra que se activa el proceso evocador: arrastra larvas de la experiencia fugitiva, convocando los espectros anteriores. La palabra es esencialmente simbólica, fragmento que aspira a completarse con la fusión de la realidad vivida: revive, recrea lo ya vivido, aunque cubierto ahora de una pátina de extrañeza, por la distancia que impone el propio devenir, por el alejamiento que provoca la conciencia.
Ejercicio: Escoja uno de sus poemas y subraye en él aquellas palabras que le transportaron a hechos o sentimientos evocados.
La palabra guarda con la experiencia una cercanía de la que carece el concepto, que es, a lo más, palabra descarnada, esqueleto de experiencia que no remite a nada concreto. El concepto no es vida cristalizada sino cuenco que nada contiene en su interior, huero saco de vientos. Es fruto, sí, de la avaricia de la palabra, de su avidez por nombrar, mera formalidad agigantada del proceso evocador. De ahí que se incline hacia lo no real, lo puramente desmaterializado y exangüe. Su demasía le lleva a pretender ser continente de todo, y, a la postre, de nada. De poco nos sirve el concepto en la dramaturgia de la evocación, ninguna sombra del pasado puede convocarse con su ayuda. Es, a lo más, palabra hinchada y fatua que da paso a lo irreal [1], lo imaginario. Cuando emplazamos el pasado, la palabra nos sirve de guía; decimos: casa, pero no la casa ideal, abstracta, sino la casa aquella vivida, sujeta a las coordenadas de la experiencia; casa que huele a humedad, cuyas paredes encaladas aun podemos acariciar en el recuerdo. Los conceptos, sin embargo, dan frío, y también miedo, apartados como se hallan en su hiperurano inmóvil. Sólo la razón, el logos desprendido de sus adherencias vitales puede pensar objetos como esos. El cuerpo, cuando piensa, recuerda; y lo hace con palabras vivas. Es otro el cometido de los conceptos: cuando lo abstracto se impone, lo concreto se disipa. El viejo Parménides nos colocó frente al dilema de escoger entre experiencia y razón, opinión y verdad. Son demasiadas las razones de la razón para tener la razón.
Para la discusión: ¿En qué medida interviene o debe utilizarse la razón en la Poesía? ¿Cuánto de emoción y de razón hay en sus poemas? ¿Qué debo hacer con los conceptos en mi producción poética?
La palabra es símbolo, arrastra en su estela alguna porción de realidad, fusiona lo presente con alguna pizca de pasado, a la vez que sondea el devenir. Sintética, no analítica; no crea, recrea. Tal vez cuando sale de los labios divinos posea capacidad ontogénica, no así de los nuestros. Es metafórica: siempre encaminándose hacia otra parte sin abandonar el sitio donde ahora se encuentra: "Sólo el poeta sabe / mirar lo que está lejos"; lo distante, lo que a lo lejos rutila y se aproxima. La palabra se abandona a un movimiento que aboca a un horizonte huidizo, inapresable, a una incesante imagen que se escapa. Jamás se halla vacía, no es mero continente, sino naturaleza compacta, densa, carnal, y transcendente. En ocasiones llega a ser comestible, dejándonos al pronunciarla un regusto a fruta nueva y fresca: a paraíso perdido que, generoso, regresa. El poeta es "un hombre que se contenta con palabras" [2]; cuanto le rodea (y él mismo también) no es más que palabra embozada; se gusta en tocarla, acariciarla, saborearla..., la acerca a su alma y aspira su rumor dulce y áspero. Atiende a lo lejano, a lo todavía inalcanzable que se pone al acecho de la voz. El dinamismo de la palabra es remedo de la versatilidad del ser. Si la verdad que ambicionamos es viva no nos será posible capturarla mas que con palabras también vivas. Cuando quedan liberadas de su uso ordinario y presentadas en disposición imprevista, aleándose con otras, las palabras se inflaman, iluminando una región oscurecida de lo real que emerge de su tiniebla para ocupar su lugar junto a nosotros, en la heredad del hombre. Es su capacidad desveladora la que nos hace posible el acceso al hondón del ser. "Algo -afirma René Menard- estaba allí, disimulado en nosotros, que unas palabras desvelan, algo que aparece, desaparece, reaparece, nos provoca, nos mide, nos juzga, anula nuestras categorías, nos niega y nos crea una nueva intensidad de ser, abre una especie de paso vertiginoso hacia un hogar de unidad presente en el trasfondo de nuestra especie" [3].
Para la lectura: “Creaturas mías” de María Angélica Bustos, Desde mi Azul Silencio, 2011, Ediciones ALIRE.
Es tarea del poeta esforzarse por lograr que la palabra se libere del uso ordinario que la petrifica; conseguir que se quiebre y muestre la gema que esconde en su interior, como la doncella encantada de los cuentos que despierta por el beso. Cómo hacer para que desvele su brasa originaria, su enorme capacidad semántica, esa avidez suya de referirse a todo: en eso y no en otra cosa reside el oficio de poeta. Para alcanzarlo se precisa que acierte a quebrarla y así acceder a su palpitante corazón. Al igual que del choque del pedernal nace el destello de la luz que guarda, así, en la metáfora, en el contundente encuentro de la palabra con la palabra, es que puede desvelarse su escondido fuego.
Escriba unos versos en que utilice una o más de las siguientes palabras, abriendo su interpretación a algo más que el significado concreto que poseen:
poeta
palabra
petrificado – petrificada
gema
doncella – joven – virgen – soltera – moza
despierta – despierto – despertar
beso – besar
brasa
oficio – trabajo
quebrar – quebradizo
corazón
pedernal – piedra
luz
desvelar – develar – revelar
fuego – fogata
Notas:
[1] Enrique Pajón, El ser y el hombre.
[2] Nikos Kazantzakis, Alexis Zorba.
[3] René Menard, La experiencia poética.
[1] Enrique Pajón, El ser y el hombre.
[2] Nikos Kazantzakis, Alexis Zorba.
[3] René Menard, La experiencia poética.