Rilke en Moscú, retratado por Leonid Pasternak en 1928.
Rainer María Rilke
Era en 1902,
a fines de otoño. Estaba yo sentado en el parque de la Academia Militar de
Wiener Neustadt, bajo unos viejísimos castaños, y leía en un libro.
Profundamente sumido en la lectura, noté apenas cómo se llegó junto a mí
Horacek, el sabio y bondadoso capellán de la Academia, el único entre nuestros
profesores que no fuera militar. Me tomó el libro de las manos, contempló la
cubierta y movió la cabeza. "¿Poemas de Rainer María Rilke?",
preguntó pensativo. Y, hojeando luego al azar, recorrió algunos versos con la
vista, miró meditabundo a lo lejos, e inclinó por fin la frente, musitando:
"Así, pues, el cadete Renato Rilke nos ha salido poeta..."
De
este modo supe yo algo del niño delgado y pulido, entregado por sus padres más
de quince años atrás a la Escuela Militar Elemental de Sankt Poelten, para que
algún día llegase a oficial. Horacek había estado de capellán en aquel
establecimiento y aun recordaba muy bien al antiguo alumno. El retrato que de
él me hizo fue el de un joven callado, serio y dotado de altas cualidades, que
gustoso manteníase retraído y soportaba con paciencia la disciplina del
internado. Al terminar el cuarto curso, pasó junto con los demás alumnos a la
Escuela Militar Superior de Weisskirchen, en Moravia. Allí, por cierto, echose
de ver que su constitución no era bastante recia, y así sus padres tuvieron que
retirarlo del establecimiento, haciéndole proseguir estudios en Praga, cerca
del hogar. De cómo siguió desarrollándose luego el camino externo de su vida,
ya nada supo referirme Horacek.
Por
todo ello, será fácil comprender que yo, en aquel mismo instante, decidiera
enviar mis ensayos poéticos a Rainer Maria Rilke y solicitar su dictamen. No
cumplidos aún los veinte años, y hallándome apenas en el umbral de una carrera,
que en mi íntimo sentir era del todo contraria a mis inclinaciones, creía que
si acaso podía esperar comprensión de alguien, había de encontrarla en el autor
de "Para mi propio festejo". Y sin que lo hubiese premeditado, tomó
cuerpo y juntose a mis versos una carta, en la cual me confiaba tan francamente
al poeta como jamás me confié, ni antes ni después, a ningún otro ser.
Muchas
semanas pasaron hasta que llegó la respuesta. La carta, sellada con lacre azul,
pesaba mucho en la mano, y, en el sobre, que llevaba la estampilla de París,
veíanse los mismos trazos claros, bellos y seguros, con que iba escrito el
texto, desde la primera línea hasta la última. Iniciada de esta manera mi
asidua correspondencia con Rilke, prosiguió hasta el año 1908, y fue luego
enriqueciéndose poco a poco, porque la vida me desvió hacia unos derroteros de
los que precisamente había querido preservarme el cálido, delicado y conmovedor
desvelo del poeta.
Pero
esto no tiene importancia. Lo único importante son las diez cartas que siguen.
Importante para saber del mundo en que vivió y creó Rainer Maria Rilke.
Importante también para muchos que se desenvuelvan y se formen hoy y mañana. Y
ahí donde habla uno que es grande y único, deben callarse los pequeños. [1]
Franz Xaver Kappus
Berlín, junio de 1929
París, a 17 de febrero de 1903
Muy distinguido señor:
Hace sólo pocos días que me
alcanzó su carta, por cuya grande y afectuosa confianza quiero darle las
gracias. Sabré apenas hacer algo más. No puedo entrar en minuciosas
consideraciones sobre la índole de sus versos, porque me es del todo ajena
cualquier intención de crítica. Y es que, para tomar contacto con una obra de
arte, nada, en efecto, resulta menos acertado que el lenguaje crítico, en el
cual todo se reduce siempre a unos equívocos más o menos felices.
Las cosas no son todas tan
comprensibles ni tan fáciles de expresar como generalmente se nos quisiera
hacer creer. La mayor parte de los acontecimientos son inexpresables; suceden
dentro de un recinto que nunca holló palabra alguna. Y más inexpresables que
cualquier otra cosa son las obras de arte: seres llenos de misterio, cuya vida,
junto a la nuestra que pasa y muere, perdura.
Dicho esto, sólo queda por añadir
que sus versos no tienen aún carácter propio, pero sí unos brotes quedos y
recatados que despuntan ya, iniciando algo personal. Donde más claramente lo
percibo es en el último poema: "Mi alma". Ahí hay algo propio que
ansía manifestarse; anhelando cobrar voz y forma y melodía. Y en los bellos
versos "A Leopardi" parece brotar cierta afinidad con ese hombre tan
grande, tan solitario. Aun así, sus poemas no son todavía nada original, nada
independiente. No lo es tampoco el último, ni el que dedica a Leopardi. La
bondadosa carta que los acompaña no deja de explicarme algunas deficiencias que
percibí al leer sus versos, sin que, con todo, pudiera señalarlas, dando a cada
una el nombre que le corresponda.
Usted pregunta si sus versos son
buenos. Me lo pregunta a mí, como antes lo preguntó a otras personas. Envía sus
versos a las revistas literarias, los compara con otros versos, y siente
inquietud cuando ciertas redacciones rechazan sus ensayos poéticos. Pues bien
-ya que me permite darle consejo- he de rogarle que renuncie a todo eso. Está
usted mirando hacia fuera, y precisamente esto es lo que ahora no debería
hacer. Nadie le puede aconsejar ni ayudar. Nadie... No hay más que un solo
remedio: adéntrese en sí mismo. Escudriñe hasta descubrir el móvil que le
impele a escribir. Averigüe si ese móvil extiende sus raíces en lo más hondo de
su alma. Y, procediendo a su propia confesión, inquiera y reconozca si tendría
que morirse en cuanto ya no le fuere permitido escribir. Ante todo, esto:
pregúntese en la hora más callada de su noche: "¿Debo yo escribir?"
Vaya cavando y ahondando, en busca de una respuesta profunda. Y si es
afirmativa, si usted puede ir al encuentro de tan seria pregunta con un
"Si debo" firme y sencillo, entonces, conforme a esta necesidad,
erija el edificio de su vida. Que hasta en su hora de menor interés y de menor
importancia, debe llegar a ser signo y testimonio de ese apremiante impulso.
Acérquese a la naturaleza e intente decir, cual si fuese el primer hombre, lo
que ve y siente y ama y pierde. No escriba versos de amor. Rehuya, al
principio, formas y temas demasiado corrientes: son los más difíciles. Pues se
necesita una fuerza muy grande y muy madura para poder dar de sí algo propio
ahí donde existe ya multitud de buenos y, en parte, brillantes legados. Por
esto, líbrese de los motivos de índole general. Recurra a los que cada día le
ofrece su propia vida. Describa sus tristezas y sus anhelos, sus pensamientos
fugaces y su fe en algo bello; y dígalo todo con íntima, callada y humilde
sinceridad. Valiéndose, para expresarse, de las cosas que lo rodean. De las
imágenes que pueblan sus sueños. Y de todo cuanto vive en el recuerdo.
Si su diario vivir le parece
pobre, no lo culpe a él. Acúsese a sí mismo de no ser bastante poeta para
lograr descubrir y atraerse sus riquezas. Pues, para un espíritu creador, no
hay pobreza. Ni hay tampoco lugar alguno que le parezca pobre o le sea
indiferente. Y aun cuando usted se hallara en una cárcel, cuyas paredes no
dejasen trascender hasta sus sentidos ninguno de los ruidos del mundo, ¿no le
quedaría todavía su infancia, esa riqueza preciosa y regia, ese camarín que
guarda los tesoros del recuerdo? Vuelva su atención hacia ella. Intente hacer
resurgir las inmersas sensaciones de ese vasto pasado. Así verá cómo su
personalidad se afirma, cómo se ensancha su soledad convirtiéndose en penumbrosa
morada, mientras discurre muy lejos el estrépito de los demás. Y si de este
volverse hacia dentro, si de este sumergirse en su propio mundo, brotan luego
unos versos, entonces ya no se le ocurrirá preguntar a nadie si son buenos.
Tampoco procurará que las revistas se interesen por sus trabajos. Pues verá en
ellos su más preciada y natural riqueza: trozo y voz de su propia vida.
Una obra de arte es buena si ha
nacido al impulso de una íntima necesidad. Precisamente en este su modo de
engendrarse radica y estriba el único criterio válido para su enjuiciamiento:
no hay ningún otro. Por eso, muy estimado señor, no he sabido darle otro
consejo que éste: adentrarse en sí mismo y explorar las profundidades de donde
mana su vida. En su venero hallará la respuesta cuando se pregunte si debe
crear. Acéptela tal como suene. Sin tratar de buscarle varias y sutiles
interpretaciones. Acaso resulte cierto que está llamado a ser poeta. Entonces
cargue con este su destino; llévelo con su peso y su grandeza, sin preguntar nunca
por el premio que pueda venir de fuera. Pues el hombre creador debe ser un
mundo aparte, independiente, y hallarlo todo dentro de sí y en la naturaleza, a
la que va unido.
Pero tal vez, aun después de
haberse sumergido en sí mismo y en su soledad, tenga usted que renunciar a ser
poeta. (Basta, como ya queda dicho, sentir que se podría seguir viviendo sin
escribir, para no permitirse el intentarlo siquiera.) Mas, aun así, este
recogimiento que yo le pido no habrá sido inútil : en todo caso, su vida encontrará
de ahí en adelante caminos propios. Que éstos sean buenos, ricos, amplios, es
lo que yo le deseo más de cuanto puedan expresar mis palabras.
¿Qué más he de decirle? Me parece
que ya todo queda debidamente recalcado. Al fin y al cabo, yo sólo he querido
aconsejarle que se desenvuelva y se forme al impulso de su propio desarrollo.
Al cual, por cierto, no podría causarle perturbación más violenta que la que
sufriría si usted se empeñase en mirar hacia fuera, esperando que del exterior
llegue la respuesta a unas preguntas que sólo su más íntimo sentir, en la más
callada de sus horas, acierte quizás a contestar.
Fue para mí una gran alegría el
hallar en su carta el nombre del profesor Horacek. Sigo guardando a este amable
sabio una profunda veneración y una gratitud que perdurará por muchos años.
Hágame el favor de expresarle estos sentimientos míos. Es prueba de gran bondad
el que aun se acuerde de mí, y yo lo sé apreciar.
Le devuelvo los adjuntos versos,
que usted me confió tan amablemente. Una vez más le doy las gracias por la
magnitud y la cordialidad de su confianza. Mediante esta respuesta sincera y
concienzuda, he intentado hacerme digno de ella: al menos un poco más digno de
cuanto, como extraño, lo soy en realidad.
Con todo afecto y simpatía,
Rainer
Maria Rilke
[1] Como entre los más pequeños se hallan generalmente los
traductores, no osamos anteponer al presente trabajo ningún prólogo propio, a
pesar de ser muchas las cosas que quisiéramos decir sobre Rilke, su vida, su
obra y su influencia en las letras contemporáneas. Si bien aparecen a veces
traductores de excepcional altura -Rilke mismo fue un traductor genial, y
pudimos oír un día en Hamburgo, de labios de Paul Valéry, que cierta versión
alemana hecha por el poeta praguense supera en mucho al original francés-, la
inmensa mayoría, entre cuyas últimas filas nos encontramos, no pasa de
desempeñar un modestísimo papel, aun cuando alguna que otra traducción logre no
ser del todo una traición. Justo es, por tanto, que se evite añadir a las ya
numerosas deficiencias de una versión, consideraciones más o menos acertadas
acerca de un autor, sobre todo cuando éste es Rainer María Rilke, el mayor
poeta de nuestro siglo.
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